Sobrevivir en los márgenes

November 16, 2017

Por Óscar Molina V.

Donde sea que hayan tierras, habrá corrupción. Donde sea que se cargue un rifle, habrá una matanza. Donde sea que el dinero se desborde, habrá pobreza, injusticia,  desesperación. Tales parecen ser las premisas de Sin muertos no hay carnaval, la más reciente película del director ecuatoriano Sebastián Cordero, quien enfoca de nuevo su mirada —como ya lo hizo en Ratas, Ratones, Rateros (1999)— en las fisuras de la periferia. Coescrito por Andrés Crespo, el actor que encarna a Terán, un traficante de terrenos trajeado de abogado, el guion de este largometraje aborda una de las problemáticas actuales de la ciudad de Guayaquil: los asentamientos “ilegales” en sitios rodeados de naturaleza y excluidos de los planes modernizadores. En esos parajes donde los tractores y las máquinas excavadoras solo legan a extraer o a destruir, la obediencia parece ser la única alternativa de los más desvalidos para sobrevivir.

Terán es amigo cercano de Don Gustavo (Erando González), un empresario inescrupuloso que está interesado en comprar los terrenos de Talía Toral, un asentamiento cercano al bosque donde él, su hijo Gustavito (Víctor Aráuz) y Emilio (Daniel Adum), su socio, van a cazar. Reunidos sobre la cima de una loma, con la vista extendida hacia todo aquello de lo que quieren apropiarse, los cuatro negocian su parte del botín y deciden, sin piedad, el destino de las familias que habitan allí: la expropiación. Un día, después de ultimar los detalles de esa repartición injusta, Don Gustavo, Emilio y Gustativo van detrás del rastro huidizo de un venado. Uno de los tres, apresurado por ganar, apunta mal y le dispara al hijo de un hombre alemán que estaba de excursión junto a un grupo de turistas. Ese tiro arbitrario es el punto de partida de este thriller tropical en que la codicia, la violencia y la venganza se morderán, como siempre, la cola. 

En medio de ese caos, Samanta (Antonella Valeriano) y Celio (Diego Cataño), atrapados a lo Romeo y Julieta en medio de los intereses de sus familias,  planearán la forma de escapar de esa espiral de atropellos que rodea su adolescencia. En los juzgados de Guayaquil, mientras tanto, el caso de la muerte del niño extranjero se irá resolviendo como siempre se han resuelto las cosas: con coimas e intercambios de favores. En Sin muertos no hay carnaval, Sebastián Cordero logra demostrar con eficacia y tensión lo que Gustativo, en un momento extraño de lucidez, postula con total razón: “Los animales comparten una sola alma, por bandada o por especie. En cambio nosotros, los seres humanos, poseemos almas individuales y ahí radica nuestro principal problema”.